Ninguno de los dos ejércitos cejaba en el objetivo de destruir al otro. Múltiples enfrentamientos e intercambios  de hechizos se cruzaban en el gran campo de batalla, situado en las planicies de Rúgor. Los señores demoníacos presionaban con mayor fuerza a las huestes de las sacerdotisas, temerosas ya por la capacidad militar que poseían los demonios. Una de ellas, Catherine, alta sacerdotisa y líder del mayor grupo de ataque que poseía su raza, temía que aquel día fuera el último de los suyos. Si fracasaban en el intento de detener aquel gran ejército que atacaba su hogar, éste se vería totalmente destruido. Ante sus ojos, presenciaba cómo el ejército de los señores demoníacos estaba pertrechado de numerosos gigantes, capaces de avanzar por sus líneas de vanguardia sin ningún tipo de resistencia salvo la de su tamaño. Los soldados del bosque, Ents capaces de detener cualquier ejército, se veían incapaces de hacer frente a semejantes bestias.

Un grupo de sacerdotisas vino del lado este hacia Catherine, comunicándole que aquel frente había sido destruido y que el enemigo tenía planeado rodearlas. Catherin, al oír eso, dio cuenta de que su final estaba cerca a menos que hicieran algo al respecto. En ese momento, a su mente llegó la idea de usar Alef de Almas como último recurso, el hechizo más poderoso que eran capaces de convocar. Para ello, necesitarían un gran número de almas de soldados caídos. Por desgracia para ella, esa condición la cumplían con creces. Les comunicó su plan a las sacerdotisas que vinieron a avisarla, yendo ellas a avisarle al resto del plan. Catherin divisó en la lejanía,  en la retaguardia de su ejército, una colina la cual podría usar para poder realizar su hechizo. Se alzaba por encima de ambos ejércitos, y le daba una visión del ejército enemigo idónea para fijar el punto en el que dirigiría Alef de Almas.

Se subió a su corcel, el cual relinchó con furia y  emprendió la carrera para llegar lo antes posible a su destino, como si sus sentidos le hubiesen comunicado que la situación de su gente era crítica. Catherin, ya en lo alto de aquella cumbre, bajó de su caballo y extendió sus manos.  Comenzó a entonar una oración que generó un aura mágica a su alrededor. En el cielo, antes oscuro pero despejado, empezaron a congregarse una multitud de nubes oscuras que tomaron poco a poco la forma de un remolino. De los cuerpos sin vida que llenaban el campo de batalla comenzaron a surgir unas estelas de energía que se dirigían a los brazos de Catherin, para después tomar el camino hacia el cielo. El remolino se hizo cada vez más grande, y de él comenzó a surgir un gran meteorito rodeado de llamas. Los soldados que luchaban junto a las sacerdotisas emprendieron la huida al ver que aquel astro surgía de los cielos. Los soldados de los señores demoníacos, en cambio, mantuvieron la marcha con la intención de aniquilar a todo el ejército. Los gigantes demoníacos no eran ajenos a lo que estaba sucediendo. Hundieron sus manos en la tierra para extraer trozos de roca que posteriormente lanzaban con poder hacia Catherin, indefensa al estar invocando el hechizo. Sus compañeras, en respuesta, conjuraron unos sortilegios para convertir la tierra que rodeaba a Catherin en poderosas lanzas que eran proyectadas a los grandes proyectiles enemigos, rompiéndolos en pedazos e impidiendo que hirieran a Catherin.

Usaron también escudos de energía que bloquearon flechas, lanzas y restos de piedras que amenazaban con dañar a la sacerdotisa. Para cuando el ejército demoníaco casi había alcanzado la posición de Catherin, ella ya había terminado de conjurar Alef de Almas. Bajó los brazos, y el poderoso meteorito que amenazaba con salir del cielo terminó por caer y golpear con furia todo el campo de batalla. Ambos ejércitos sucumbieron ante el poder de aquel hechizo,  aunque el más dañado fue el ejército de los señores demoníacos. Aquel día, las sacerdotisas consiguieron eludir su inminente destrucción, aunque a un costo muy elevado.